lunes, 24 de mayo de 2010

BRIGITTE BARDOT A TRAVÉS DE ANTONIO SAURA




Saura la pintó en 1959, dentro de un ciclo extenso dedicado a la actriz y vedette francesa que tuvo su inicio en 1958; el mismo año del estreno de la película En cas de malheur de Claude Autant-Lara, en la que Bardot encarnó el papel de una joven completamente amoral, obediente sólo a sus instintos y dispuesta a imponerlos a los demás. Para entonces habían pasado ya tres años desde que Roger Vadim, director de cine y esposo de Bardot, había creado al personaje, un modelo de mujer sexualmente liberada y dueña exclusiva de su cuerpo. Fueron las peculiaridades del personaje más que las dotes interpretativas de la actriz, ciertamente limitadas, las que sustentaron el fenómeno de la bardolatría que no pasó inadvertido a Saura, testigo agudo siempre de cuanto ocurría a su alrededor. Si Vadim creó a la mujer, Saura la convirtió en monstruo.
En la turbadora presencia de esta burguesita, destinada a conmover la rígida moral del star system y a fundar el anhelo de un nueva era de permisividad, como anotaría Terenci Moix, halló Saura el modelo con que iba a dar continuidad a otro mito, el de la imagen de la vampira explorada por simbolistas y surrealistas, y que Bataille en sus escritos vincularía con el placer y el sufrimiento, la felicidad y el dolor, el erotismo y la muerte. Cuando Antonio Saura elige a Brigitte Bardot para dar nombre a su imagen pintada, no lo hace con ánimo de cuestionar el fervor de un público entusiasmado con la insolente ingenuidad de un prototipo de mujer creado a la medida de las expectativas del momento; sencillamente utiliza la radicalidad expresiva del personaje para desinhibir el deseo plástico oculto bajo las formas que arropan al mito. Y la pinta violentando las formas, como un monstruo devorador y salvaje que mira de frente a un espectador medroso y hasta atemorizado; nada que ver con la satisfacción con que la Olimpia de Manet se ofrece desnuda para complacer la avidez lasciva del voyeur. Ambas diosas, mundanas por activas, toman la iniciativa transgrediendo el orden establecido, fortalecidas en el dominio de su cuerpo y su sexualidad. Aun cuando no hemos de pasar por alto que son estereotipos de mujer inventados por el hombre a lo largo de la historia para protegerse del temor que les suscita la voracidad sexual femenina. En este afán, Roger Vadim incluso llegó a sentirse dios cuando creó el personaje, y así lo dejó claro en el título de una de sus películas Y Dios creó a la mujer (1956).
A salvo de Vadim, por fortuna, Saura desmonta el mito de la Bardot y regresa a los orígenes de la figura pintada de la mujer, imagen por la que sintió tal fascinación que la convirtió en tema central de su obra. Fue a partir de 1954 cuando, tras un período experimental muy intenso, Saura sintió la necesidad de un apoyo estructural que amarrara la acción gestual, proclive a descontrolarse en su expansión por el espacio de la pintura. Del armazón primario pronto surgieron ojos y bocas, rostros enigmáticos y grotescos, que iban a servir de tránsito hacia el esquema de la imagen del cuerpo humano. La ausencia de preparación académica determinó el alejamiento de Saura de la imagen del cuerpo perfecto, para atender en exclusiva a la imagen primigenia de la diosa madre, que pintará de modo obsesivo e intenso. Frente al decoro y estabilidad de los cuerpos de la tradición clásica, Saura activa un proceso violentador, de fenomenología estrictamente plástica, que descoyunta el armazón estructural para desatar el pasional proceso de la pintura hasta culminar en la afirmación de la imagen.






Saura había dejado de ser abstracto cuando decidió pintar la imagen del cuerpo humano; de todos modos, como el propio artista señaló, hay cuadros que pueden verse indistintamente desde el enfoque abstracto y desde el figurativo. Una situación ambivalente entre los límites de lo visible y lo invisible de la que participa este cuadro de Brigitte Bardot. Antonio Saura le dedicó su mirada cruel que, como escribió, “supone a un tiempo la desnudez y la permanencia de las huellas de su acción -fulgor de la pincelada, arrepentimiento, superposición e inacabamiento- tanto como la evidencia de la estructura que la sostiene o la pasión por el fantasma que la nutre”. El fantasma, objeto del deseo, es la modelo devorada por la sublime belleza del monstruo que “sexualiza el universo”. Figura única y central de un escenario vacío, la imagen pintada se afirma en un proceso continuado de construcción y destrucción del que participan la vehemencia de la grafología gestual y la violencia de los brochazos. Pareciera que en la agitación provocadora Saura hubiera utilizado el pincel eyaculador al que hizo referencia en sus escritos sobre su admirado Pollock. Con cada movimiento de pincel, el pintor vierte en el espacio del cuadro nuevos gestos que van anticipando los siguientes, en una suerte de acumulación orgánica que pone en peligro la imagen-estructura, abstractizándola. En la batalla abierta del pintor frente a la tela, la imagen regresa, afirmándose en su belleza convulsa, de cruel intensidad. El cuerpo y el rostro de Brigitte Bardot son amasijos informes y extremadamente violentos de brochazos, manchas, vertidos y goteos que Saura aplica con furia e inusitada vehemencia, preservando siempre el esquema de la imagen-estructura del cuerpo femenino que identificamos por sus grandes senos apenas perfilados. La convulsión de la materia y del gesto del monstruo tiene su cenit en la agresividad de un rostro desencajado que pugna por salir del cuadro, abalanzándose ante el espectador, retándole con ojos alucinados y exhibiendo la voracidad de su boca por la que asoman los dientes envueltos en el “hocico de la tentación”, expresión acertadísima de Terenci Moix para dar cuenta de la peculiar expresividad de los labios que Brigitte Bardot supo manejar de modo magistral. Si Roger Vadim le soltó la melena, Saura prefirió recogérsela en un moño, quizás para acentuar el carácter dominante de quien quiso ser modelo e ideal erótico de su tiempo. A Saura, pintor de retratos imaginarios, no le interesó nunca mantenerse fiel al modelo sino hacer prevalecer en su representación motivaciones estrictamente pictóricas: “La fidelidad al modelo, su presencia, condicionaría un proceso en el que su propio mecanismo conformador exige la disponibilidad -inversión de signos, interferencia de los mismos, superposición o multiplicación- frente al modelo. En la aproximación mental al objetivo, la memoria cuenta menos que la presencia, mientras que la presencia gradual de las etapas del proceso exige la fractura para conducirlo a feliz término. En principio, es la percepción esencial y global del acercamiento; al final su propio alejamiento exige el desentendimiento.”
Al todopoderoso deseo plástico se debe la fascinante, perversa y, desde luego surreal, permanencia mítica de Brigitte Bardot en Cuenca.

Bibliografía:
- Chus Tudelilla (Crítico de arte)

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